Sobre Nosotros

Con una profunda conexión con la arquitectura y el diseño sensorial, un enfoque colaborativo que resalta la autenticidad de los materiales y un compromiso continuo con la creación sustentable, nuestra empresa diseña mobiliario, iluminación y arte que inspiran y transforman los espacios. Cada pieza refleja nuestra pasión por las texturas, la calidez de la luz y la elegancia con una selección de elementos que aportan armonía y conexión a tu hogar.

Con una profunda conexión con la arquitectura y el diseño sensorial, un enfoque colaborativo que resalta la autenticidad de los materiales y un compromiso continuo con la creación sustentable, nuestra empresa diseña mobiliario, iluminación y arte que inspiran y transforman los espacios. Cada pieza refleja nuestra pasión por las texturas, la calidez de la luz y la elegancia con una selección de elementos que aportan armonía y conexión a tu hogar.

Nuestra filosofía

Wabi - Sabi

Nada es perfecto, nada es eterno y nada está completo.
Las texturas en este estilo son irregulares y orgánicas, como la vida misma: vajillas de cerámica artesanal, alfombras tejidas a mano, mesas con bordes naturales y mármol con vetas únicas, cada una con su propia historia.

Nada es perfecto, nada es eterno y nada está completo.
Las texturas en este estilo son irregulares y orgánicas, como la vida misma: vajillas de cerámica artesanal, alfombras tejidas a mano, mesas con bordes naturales y mármol con vetas únicas, cada una con su propia historia.

La Arquitectura como Lenguaje de
las Texturas y su Conexión con los
Sentidos

Desde que tengo memoria, he sentido una atracción por las texturas. De niña, cuando viajábamos por los ríos de Ecuador, me perdía buscando piedras que me contaran algo. La forma, el color, la textura… había algo en cada una que me hacía querer llevarla conmigo. Mi madre, para no terminar con el auto lleno de rocas, tenía una estrategia brillante: me pedía que eligiera solo dos. Así, cada vez que encontraba esas piedras, me quedaba un largo rato eligiendo. Cuando ya era hora de irme y ya tenía mis dos piedritas elegidas, sentía un nudo en la garganta. No podía llevármelas todas, y eso me dolía, como si las estuviera dejando solas. Pero tampoco podía simplemente dejarlas ahí a la intemperie para que otros las encontraran. Así que, con manos pequeñas y un corazón lleno de promesas, buscaba el rincón perfecto: un arbusto frondoso, la base de un árbol fuerte. Las escondía con cuidado, susurrándoles en mi mente que no las olvidaría, que volvería por ellas. Cada piedra que guardaba era una promesa de regreso, un secreto compartido entre ellas y yo.

Desde que tengo memoria, he sentido una atracción por las texturas. De niña, cuando viajábamos por los ríos de Ecuador, me perdía buscando piedras que me contaran algo. La forma, el color, la textura… había algo en cada una que me hacía querer llevarla conmigo. Mi madre, para no terminar con el auto lleno de rocas, tenía una estrategia brillante: me pedía que eligiera solo dos. Así, cada vez que encontraba esas piedras, me quedaba un largo rato eligiendo. Cuando ya era hora de irme y ya tenía mis dos piedritas elegidas, sentía un nudo en la garganta. No podía llevármelas todas, y eso me dolía, como si las estuviera dejando solas. Pero tampoco podía simplemente dejarlas ahí a la intemperie para que otros las encontraran. Así que, con manos pequeñas y un corazón lleno de promesas, buscaba el rincón perfecto: un arbusto frondoso, la base de un árbol fuerte. Las escondía con cuidado, susurrándoles en mi mente que no las olvidaría, que volvería por ellas. Cada piedra que guardaba era una promesa de regreso, un secreto compartido entre ellas y yo.

Caminaba hacia el auto volteando la cabeza una y otra vez, memorizando el lugar donde las había dejado, como si fuera un mapa invisible. Me decía que cuando regresáramos, las buscaría y las llevaría conmigo. Pero la verdad es que nunca volvíamos. Nunca. Y con el tiempo, ese recuerdo se volvió más pesado. Ahora, cuando pienso en esas piedritas, me las imagino allí, aún escondidas, esperando. Tal vez cubiertas por hojas, o enterradas un poco más por la lluvia y el viento, pero aun esperándome.

En el fondo, hay algo de tristeza en saber que esas promesas nunca se cumplieron, que esas piedras se quedaron allí, solas, esperando a una niña que nunca regresó. Y aunque sé que eran solo piedras, siento que en ellas dejé algo más: un pedacito de mí, de esa niña que creía que el mundo siempre nos esperaría, intacto, fiel, como lo dejamos.

Con el tiempo me di cuenta de que mi amor por el diseño y las texturas tiene raíces en esos momentos de conexión genuina. Era algo mucho más profundo. Siempre he sentido que todo lo que tocamos tiene una historia que contar, una emoción escondida que está ahí para quien quiera descubrirla. Las texturas, para mí, son como un idioma secreto que se siente más que se habla. Y, siendo honesta, creo que eso define un poco cómo veo la vida. Me encanta detenerme en los pequeños detalles, en esas cosas que a veces pasan desapercibidas, pero que tienen tanto significado. Una pared rugosa, una superficie suave, la calidez de la madera o la frescura de la piedra… Son como pequeños recuerdos que te invitan a conectar con algo más grande.

Caminaba hacia el auto volteando la cabeza una y otra vez, memorizando el lugar donde las había dejado, como si fuera un mapa invisible. Me decía que cuando regresáramos, las buscaría y las llevaría conmigo. Pero la verdad es que nunca volvíamos. Nunca. Y con el tiempo, ese recuerdo se volvió más pesado. Ahora, cuando pienso en esas piedritas, me las imagino allí, aún escondidas, esperando. Tal vez cubiertas por hojas, o enterradas un poco más por la lluvia y el viento, pero aun esperándome.

En el fondo, hay algo de tristeza en saber que esas promesas nunca se cumplieron, que esas piedras se quedaron allí, solas, esperando a una niña que nunca regresó. Y aunque sé que eran solo piedras, siento que en ellas dejé algo más: un pedacito de mí, de esa niña que creía que el mundo siempre nos esperaría, intacto, fiel, como lo dejamos.

Con el tiempo me di cuenta de que mi amor por el diseño y las texturas tiene raíces en esos momentos de conexión genuina. Era algo mucho más profundo. Siempre he sentido que todo lo que tocamos tiene una historia que contar, una emoción escondida que está ahí para quien quiera descubrirla. Las texturas, para mí, son como un idioma secreto que se siente más que se habla. Y, siendo honesta, creo que eso define un poco cómo veo la vida. Me encanta detenerme en los pequeños detalles, en esas cosas que a veces pasan desapercibidas, pero que tienen tanto significado. Una pared rugosa, una superficie suave, la calidez de la madera o la frescura de la piedra… Son como pequeños recuerdos que te invitan a conectar con algo más grande.

La arquitectura no es solo un oficio; es una colaboración entre el arte y la ciencia, entre la inspiración y la necesidad. Es crear algo que sea funcional, pero también emocionante. Algo que toque el corazón, no solo el ojo.

Ser arquitecta es como llevar varios sombreros al mismo tiempo. A las 10 de la mañana soy poeta, soñando con formas que emocionen. A las 11, me convierto en humanista, asegurándome de que esas formas respeten y abracen a quienes las habitarán. Y al mediodía, soy constructora, transformando ideas en algo tangible, algo que pueda sostenerse en el tiempo. No es fácil, pero es asombroso. Es un reto constante, un viaje donde cada paso tiene un propósito: crear refugios para el alma, espacios que nos hagan sentir cómodos, acogidos y vivos.
Y esa, para mí, es la magia de la arquitectura. Es más que construir edificios; es dar vida a espacios que cuenten historias, que inviten a conectar.

Saber que lo que tocamos, vemos y habitamos puede transformar nuestro día, darnos una pausa en el caos, un momento de calma. Porque, al final, la vida está en esos pequeños detalles: en lo que nos toca el corazón, en lo que nos hace conectar con nosotros mismos y con el mundo. Y si hay algo que siempre quiero recordar, es que la belleza está en lo simple, en lo auténtico, en lo que nos hace sentir.
En el fondo, cada proyecto es para mí una oportunidad de profundizar en lo que Peter Zumthor describe tan bien en Thinking Architecture: un espacio debe invitar a los sentidos, debe sentirse vivo. Me esfuerzo por crear lugares donde no solo se aprecie la forma, sino que también se escuche, se toque, se experimente.

Hoy, la conexión que tengo con las texturas, con esos materiales que de niña me fascinaban, es lo que define mi arquitectura. Cada proyecto es, en cierta forma, una continuación de ese juego de infancia, un intento de capturar un trozo de naturaleza en un espacio que pueda hablarle a las personas, que pueda generar una conexión real y profunda.

La arquitectura no es solo un oficio; es una colaboración entre el arte y la ciencia, entre la inspiración y la necesidad. Es crear algo que sea funcional, pero también emocionante. Algo que toque el corazón, no solo el ojo.

Ser arquitecta es como llevar varios sombreros al mismo tiempo. A las 10 de la mañana soy poeta, soñando con formas que emocionen. A las 11, me convierto en humanista, asegurándome de que esas formas respeten y abracen a quienes las habitarán. Y al mediodía, soy constructora, transformando ideas en algo tangible, algo que pueda sostenerse en el tiempo. No es fácil, pero es asombroso. Es un reto constante, un viaje donde cada paso tiene un propósito: crear refugios para el alma, espacios que nos hagan sentir cómodos, acogidos y vivos.
Y esa, para mí, es la magia de la arquitectura. Es más que construir edificios; es dar vida a espacios que cuenten historias, que inviten a conectar.

Saber que lo que tocamos, vemos y habitamos puede transformar nuestro día, darnos una pausa en el caos, un momento de calma. Porque, al final, la vida está en esos pequeños detalles: en lo que nos toca el corazón, en lo que nos hace conectar con nosotros mismos y con el mundo. Y si hay algo que siempre quiero recordar, es que la belleza está en lo simple, en lo auténtico, en lo que nos hace sentir.
En el fondo, cada proyecto es para mí una oportunidad de profundizar en lo que Peter Zumthor describe tan bien en Thinking Architecture: un espacio debe invitar a los sentidos, debe sentirse vivo. Me esfuerzo por crear lugares donde no solo se aprecie la forma, sino que también se escuche, se toque, se experimente.

Hoy, la conexión que tengo con las texturas, con esos materiales que de niña me fascinaban, es lo que define mi arquitectura. Cada proyecto es, en cierta forma, una continuación de ese juego de infancia, un intento de capturar un trozo de naturaleza en un espacio que pueda hablarle a las personas, que pueda generar una conexión real y profunda.